miércoles, 22 de febrero de 2012

Cartas a Ana... Del Cuaderno al Mail.

Ana:

Son las siete de la mañana.

Hace rato desperté pero no abrí los ojos.  
Pensé en llamarte para decirte que te llevaba yo a la Ibero en la camioneta.

Luego recordé que estoy en México; que la oscuridad no se debía a que todavía no amaneciera, sino a las gruesas cortinas de esta pieza que tapan la única ventanita de mi piso que da a la calle de Motolinía.  Casualmente, la misma calle y la misma cuadra en la que nació y vivió mi abuelita (nuestra abuelita) Elvira.

No estoy ni exultante ni triste.  Creo que escribo esto mientras (tú me conoces mejor que nadie, así que lo sabes) todavía no estoy despierto del todo.

Soñe (me imagino que hace pocos minutos) que estaba en la cárcel.  No sé el motivo, pero se me trataba tan extremadamente mal, con grande desconsideración y ninguna cordialidad.  
Soñé que alguien entró y me dijo que ya podía irme; y soñé que a un jovencito idéntico a mí (tal vez yo mismo) le regalé, antes de irme, mi ropa: una chamarra negra, de las de combatiente o motociclista y mis guantes de piel. Le dije que los iba a necesitar toda la vida.

Soñé que afuera, al salir, quedé deslumbrado y que, cuando puede por fin ver, allí estaban tú y mi papá, esperándome.
Si estaba en la cárcel será porque algo habré transgredido o dicho algo, supongo, pero ustedes estaban contentos y cordiales y orgullosos de mí.

Antes, me habían hecho pasar a un cuarto, una sala de juntas donde estaban las peores personas que conocemos.  Una especie de Consejo de Seguridad que me perdonaba (ve tú a saber de qué) pero no sin llenarme de gritos, reconvenciones y condenas y de algo que, mientras escribo voy olvidando (tal vez porque comienzo a despertar), pero que estaba formulado en el mismo tono amonestador y grosero.
Cuando te digo que allí estaba la gente peor que conocemos, imagínate a la más sucia y vulgar, soberbia y enriquecida, injusta... no es difícil (estoy seguro), de que estemos pensando en los mismos.

Por fín nos íbamos y, en un estacionamiento o taller o gasolinera aledaño, una mujer cuyo marido no hablaba y se limitaba a cargar a un bebé, me preguntó por dónde se llegaba a Gómez.  Yo le señalé un camino, una carretera despoblada a cuyas orillas, hasta donde alcanzaba la vista, se sembraba sorgo.

Nos fuimos, entonces y sentí pena por los que allí se quedaron, encerrados, casi todos niños.

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